Pregón del Corpus 2018 a cargo de Tomás González Blázquez, en la iglesia de San Sebastián,parroquia
de la Catedral. El acto contó con la participación
musical del Coro Regina Coeli de la Hermandad de Jesús Despojado y la Capilla
Musical de la A.M. Expiración.
Tomás González Blázquez, médico, cofrade la Vera Cruz y
miembro de la coordinadora diocesana de Hermandades y Cofradías de Salamanca.
Coro Regina Coeli
Capilla
Musical de la A.M. Expiración.
PREGÓN DE
CORPUS CHRISTI
“Cuerpo y Sangre
de Cristo,
cuerpo y sangre
del hombre”
Parroquia
de San Sebastián, Salamanca - 31 de mayo de 2018
Dedicado a
las
Esclavas del
Santísimo y de la Inmaculada
por su
inmensa contribución
a la
devoción eucarística en Salamanca
1. LA ENCARNACIÓN, UN DIOS CON
CUERPO DE HOMBRE
En el principio, Señor,
eras Palabra.
Estabas junto a Dios,
eras Dios mismo.
Por siempre, desde
siempre, para siempre,
Amor era tu nombre y tu
destino.
Amor de los amores
pronunciado
En lengua descifrable de
quien quiso
Que amar significara ser
un verso
Borrado, misterioso y
perseguido.
Palabra de Jesús, sigues
hablando
En medio de la duda y de
los ruidos,
Iluminas silencios
cuando ablandas
La dureza que oprime los
oídos.
Y así, sin dejar de ser
Palabra,
Ahora en Carne te vemos
convertido,
En tu Cuerpo llagado que
tocamos,
En Sangre viva de tu
pecho herido.
Te acaricio, Jesús, te
reconozco,
Encarnado en mis padres
y en mis hijos,
En mi carne, ya una con
mi esposa,
Y en el cuerpo enfermo
donde te sirvo.
Ilmo. Sr. Vicario General de la Diócesis, miembros del Ilmo.
Cabildo de la Catedral de Salamanca y de esta comunidad parroquial de San
Sebastián que nos acoge, Rvdo. Capellán de la Vera Cruz y Sr. Presidente de la
Junta de Semana Santa que nos acompañan, hermanas y hermanos, buenas noches nos
dé Dios.
Sí, “en el principio
existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. (…) Y el
Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria:
gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Juan 1,
1.14). La Encarnación de Jesús en el seno virginal de María nos hace inclinar
la cabeza y arrodillarnos. El Dios que era, que es y que será, el Dios Creador
que no ha creado a su Hijo sino que lo ha engendrado, ha querido servirse del
útero de una humilde joven para pasar por este mundo, como uno de tantos, desde
el principio. Cuarenta semanas de adviento en las que la pequeñez se va
abriendo camino gracias a la madre que nutre y protege, y así creció Jesús en
María, la Virgen-Sagrario, la Madre del “vientre
generoso” como dijera Santo Tomás de Aquino. Durante aquella gestación de
sueños e incertidumbres, de alegrías en Ain Karem y travesías de Nazaret a
Belén, el Cuerpo de Cristo, cuerpo de hombre, se forma en sus miembros y en sus
funciones, y se aferra al cordón umbilical que desde María le oxigena y le
alienta. El milagro de la vida, en esa expresión tan repetida y tan cierta, que,
dicha como de pasada, no puede ocultar que nos encontramos ante un misterio que
suscita asombro y nos interrogará hasta el final de los tiempos. Dios ha
querido ser milagro de vida humana, tener cuerpo humano, derramar sangre
humana, y dejarnos para siempre su Cuerpo y su Sangre como alimento y bebida
para el viaje hacia la patria eterna, la que no tiene fronteras ni banderas, y
hacia el tiempo nuevo y definitivo, donde “no
habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor” (Apocalipsis 21, 4). Pero su
viaje terrenal, su paso salvador, lo comenzó anidando en el claustro de María,
que hasta protagonizó la primera procesión de Corpus de la historia al
encuentro de su prima Isabel, en la Visitación que precisamente hoy nos sugiere
la Liturgia de la Iglesia.
Si Dios mismo quiso que su Hijo se desarrollase como hombre
en las entrañas de una mujer, también nos ha dado la capacidad de transmitir la
vida, de cooperar con su Creación alumbrando nuevos cuerpos, nuevas personas.
Custodiar este don sagrado de la vida, respetarla desde el mismo instante de la
concepción, y atenderla con especial esmero cuando, todavía incipiente, más
indefensa puede ser, prueba nuestro amor a la dignidad humana, que en la
fragilidad del cuerpo, en sus límites, en sus pobrezas, es templo del Espíritu
Santo.
2. LA MENTE
¿Cómo pensaría Jesús? ¿Habría razonamiento humano en quien
todo lo sabía porque era Dios y Dios todo lo sabe? La revelación de Cristo,
poderosa en signos y elocuente en palabras, nos señala la inteligencia y la
sabiduría divinas a la manera humilde de quien se ha encarnado y aceptado la debilidad
del cuerpo y de la mente humanas. En lo más corporal nos resulta más sencillo
apreciar a Jesús como un hombre. En su mente, en su pensamiento, en la
construcción y expresión de sus ideas intelectuales, inevitablemente nos parece
adentrarnos en la mente de Dios, en el pensamiento del Dios omnisciente, que
hasta los cabellos nos tiene contados (Mateo 10, 30), que ve en lo escondido
(Mateo 6, 6), que todo lo sabe (1 Juan 3, 20). En Jesús reconocemos su facultad
de adentrarse en los corazones humanos, en lo más guardado e íntimo. Su mente
es capaz de conocer los pensamientos de los que le rodean (Mateo 9, 4; Marcos
2, 8), de saber la historia personal de cada uno como la de la mujer samaritana
con la que se puso a conversar junto al pozo de Siquem, de estar al tanto de la
muerte de su amigo a Lázaro, o de enviar con conocimiento de lo que habrían de
encontrar y de hacer a quienes le prepararon la entrada en Jerusalén o la cena
de la Pascua.
La mente de Jesús, una mente de Dios en un cuerpo de hombre,
es, a la vez, una mente humana como la nuestra. El Jesús niño creció en
estatura, pero también en sabiduría (Lucas 2, 52). Su inteligencia es puesta a
prueba y sometida a preguntas capciosas, como cuando le cuestionaron si el
tributo correspondía al César. O le intentan hacer caer en trampas, como la de
los saduceos, o cuando fue tentado por el diablo en el desierto. Pero incluso,
siendo Hijo de Dios, confesó desconocer el día y la hora del fin de los tiempos
(Mateo 24, 36), inmerso como estaba en la tarea de exhortarnos a permanecer
atentos y vigilantes.
La mente de Jesús es un misterio aún para nosotros, como lo
es su Cuerpo en su conjunto. Los sentidos no bastan para comprenderlo pero la
fe nos fortalece el corazón en la verdad, volviendo al himno del Doctor
Angélico. Este conocimiento, esta incursión en la mente de Jesús, nos la regala
el Espíritu Santo, y así es como entendemos la palabra del Apóstol: “Nosotros tenemos la mente de Cristo” (1
Corintios 2, 16). Nuestra mente, capaz de razonar, capaz de crear, capaz de
sufrir, capaz de amar, capaz de equivocarse, capaz de olvidarse, capaz de
recordar, capaz de perderse, es la mayor prueba del amor de Dios y el
instrumento valioso que nos permite ejercer, mejor que ningún otro, nuestra
libertad, la libertad que Dios mismo nos ha otorgado, y que está llamada a ser
vivida en la esperanza de un horizonte en el que adivinamos a Quien nos ha
hecho entrega de nuestra vida y nuestra libertad.
3. LOS OJOS
Después de hacer el mundo, de iluminarlo, de crear al
hombre… vio Dios que era bueno (Génesis 1, 31). Y nos dio el poder de mirar,
nos dio ojos para ver y para distinguir la luz de la tiniebla, y siguió
mirando, y vio que a menudo no supimos enfocar la mirada, y que con frecuencia
las sombras se impusieron… Y entonces, envió a su Hijo, un Hijo con cuerpo de
hombre y ojos de hombre, y lo eligió para que mirara por Él, y quiso vernos a
través de Él.
Ante todo, la mirada de Jesús es una mirada de amor.
Pensemos en la mirada al joven rico: “Jesús se quedó mirándolo, lo amó y le dijo…” (Marcos 10, 21). Pero no hubo devolución de mirada, sino huida triste. Con
Simón y Andrés, con Santiago y Juan, la mirada atrevida y confiada de Jesús
encontró respuesta de seguimiento. También en el publicano Mateo, al que la
mirada misericordiosa del Maestro levanta de un estigmatizado puesto de
recaudador. ¿Qué decir de Zaqueo? Dios ve en lo escondido y Jesús ve hasta a
los más pequeños medio escondidos entre las ramas de un sicómoro. Porque la
mirada del Señor fue siempre, y es, una mirada de perdón, de vuelta a empezar,
de camino nuevo. Cuando miramos su Cuerpo en el Pan Eucarístico, cuando lo
comemos, comulgamos con sus ojos clementes y compasivos. Sus ojos limpios que
se entristecieron, y hasta se enfadaron, cuando le recriminaron curar en
sábado: “Echando en torno una mirada de
ira y dolido por la dureza de su corazón” (Marcos 3, 5). Sus ojos que se apiadaron
de la viuda de Naín y de Jairo, y sus ojos que rescataron a la mujer adúltera, y
sus ojos que sollozaron en Betania ante el sepulcro de Lázaro, y sus ojos de
amigo que esquivó Judas y que hicieron llorar a Pedro… Sus ojos desde la Cruz
que miran al Padre implorando perdón para los verdugos y confiándole su
espíritu, que se dirigen a Dimas prometiendo el Paraíso, que caen para cruzarse
con los de María entregándonosla como Madre.
En los ojos de Jesús se reflejan los nuestros.
Los de cada uno. Los tuyos. Los míos. Hay espacio para cada pupila en las
suyas. Su profundidad es infinita, su mirada inabarcable. Una de esas miradas
de Jesús ha sabido reflejarla el artista en el Cristo de la Redención, cuyos
cofrades aspiran con justicia y esperan con paciencia a que esta mirada de la
institución de la Eucaristía sea acogida en la Semana Santa procesional. La
necesitamos, así lo creo modestamente, en el Jueves Santo de Salamanca.
Como necesitamos tener siempre abiertos los
ojos. Nuestra reciente Asamblea Diocesana señaló, como una forma práctica de
estar atentos a las necesidades del prójimo, una “mística de ojos abiertos”, que desde Dios sirve para mirar a los hermanos, y que se ha de fundamentar en
la mirada de Jesús. Porque Él quiere que miremos, que veamos, que tengamos los
ojos bien abiertos. A cada momento está agachándose, procurándose un poco de
barro con su saliva y poniéndonoslo sobre los ojos. Pero no basta. No quiere
que nos conformemos con su poder. Tenemos que ir a lavarnos a nuestra
particular piscina de Siloé para ver: sumergirnos en el sufrimiento del hermano
que sufre; zambullirnos en esas miradas
donde no hay nadie que quiera fijar la suya; ponernos en presencia del
Santísimo Sacramento que nos ayuda siempre a aprender a mirar, como le contestó
al Santo Cura de Ars aquel campesino que pasaba largas horas junto al sagrario:
“Yo le miro y Él me mira. Nada más”.
Y nada menos. Mirar como nos enseña Teresa de Jesús, nuestra Santa: “Sólo os pido que le miréis”. Y Él, como
al ciego de nacimiento, y como a Bartimeo en Jericó, nos abrirá los ojos.
4. LOS OÍDOS
¡Qué importante también la capacidad de oír y la voluntad de
escuchar! Jesús, en su Cuerpo que se nos entrega, tiene oídos. “Cristo óyenos, Cristo escúchanos”, le
pedimos. Y nos oye. Y nos escucha. Como oyó y escuchó a tantos. Pero también
nos exhortó con firmeza: “Quien tenga
oídos que oiga” (Mateo 13, 9); o en otro momento: “Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen” (Lucas
11, 28). Que Jesús abriera los oídos de los sordos, y que señalara que sus
ovejas oyen su voz (Juan 10, 27), subraya la importancia de escuchar y, de esa
manera, poder acoger sus enseñanzas. Recuerda el Apóstol que “la fe viene por el oído” (Romanos 10,
17). Siendo así, Jesús nos preparó para escucharle demostrando que sabía
escuchar. Cuando el Padre le bendice junto al Jordán y en el Tabor, “Éste es mi Hijo amado, escuchadle”, nos
está indicando además un modelo de escucha.
Porque Jesús tuvo oídos para escuchar a María en Caná, y
aunque parecía que no era su hora, esa escucha dio fruto de vino bueno y de
fiesta renacida. También escuchó a Nicodemo en la noche, como todas esas
adoradoras y adoradores nocturnos que acuden a Él y son escuchados. En Salamanca
lo llevan haciendo desde 1894: damos gracias por su fiel testimonio. Y Jesús,
por supuesto, escuchó a los niños que se le acercaban, y escuchó a los enfermos
que le presentaban, y escuchó las incomprensiones de sus discípulos, y las
acusaciones de sus enemigos, y las burlas de sus verdugos, y escuchó, y
escuchó…
Escuchaste, Señor,
siempre escuchaste,
y escuchas a tu pueblo
arrodillado
que encuentra en el
Altar, multiplicado,
el amor y el perdón de
los que hablaste.
Si con brazos en cruz
nos rescataste
aceptando, humilde, ser
clavado,
y en tu sangre preciosa
el pecado
de los hombres con tu
agua lavaste,
fue tu escucha la forma
en la que amaste
a aquel que no había
sido escuchado.
Con tu escucha, Señor,
nos liberaste
y ya libre, de su
prisión soltado,
el pueblo redimido que
guiaste
te adora, oh Jesús
Sacramentado.
5. LA BOCA
“Señor, ábreme los
labios, y mi boca proclamará tu alabanza”. Usamos las palabras del
salmista para invocar a Dios al comenzar nuestra oración. El que es Palabra y
se ha hecho Carne, de los que somos carne hace palabra de alabanza, de
gratitud, de petición, de perdón. Cuando oremos, quizá apenas moviendo los
labios, imaginemos la boca de Jesús. Una boca que esbozó sonrisas y compuso
gestos de tristeza, que sintió hambre y comió, que tuvo sed y bebió, que
pronunció muchas palabras y hasta exhaló en su aliento el Espíritu Santo que
nos defiende y nos consuela.
“No sólo de pan vive el
hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mateo
4, 4), recordó Jesús que estaba escrito, cuando se sintió hambriento tras el
largo ayuno y fue tentado en el desierto. No quiso convertir aquellas piedras
en pan, sino convertirse Él mismo en Pan de Vida para alimentarnos y salvarnos.
Y lo hizo por la fuerza de su Palabra al instituir la Eucaristía en la última
cena con los suyos. Las palabras que salen de la boca de Jesús no vuelven a Él
vacías (cf. Isaías 55, 11). Y aquellas menos que ninguna. Cuando tomó pan y lo
partió, cuando tomó la copa, el signo se hizo sacramento desde su boca: “Esto es mi cuerpo”, “Esta es mi sangre”,
“Haced esto en memoria mía”.
No vuelven vacías ninguna de sus palabras. De su boca nos
llegan respuestas y consejos, preguntas y cuestionamientos, exhortaciones y
alivios, ternuras y llamadas…, y no pocas palabras de particular revelación,
cuando nos muestra Quién es, nos acoge en su Misterio y abraza nuestro cuerpo
en su Cuerpo…
“Yo soy el que soy”, nos
dice. El que era, el que es y el que será. Y entre sus “yo soy”, los “yo soy”
eucarísticos que en esta solemnidad litúrgica vamos a contemplar. “Yo soy el Pan de vida, el que viene a mí
nunca tendrá hambre, y el que cree en mí, jamás tendrá sed” (Juan 6, 35).
Del maná del desierto, que acababa, que se consumía, que resultaba fugaz,
pasamos a un pan con verdadero Cuerpo, un Pan que es la Carne viva de Jesús, un
Dios palpable, permanente y cierto. Junto a la espiga dorada por el sol
invicto, las uvas que el viñador procura: “Yo
soy la vid y vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y
yo en él, ése da mucho fruto, pero sin mí, no podéis hacer nada” (Juan
15, 5). La Sangre de Jesús es bebida de unidad. Así nos salva, diferentes pero
fraternos. La tarea de la comunión alcanza su apogeo en torno a la mesa eucarística,
alrededor de la cual nadie es extraño ni ajeno si permanece en el Señor. La
Iglesia camina hacia Dios y no puede peregrinar si no aspira a la comunión con
Él y en Él. No habría avance sino retroceso si crecieran las discordias y se
ensancharan las distancias. No hay avance, sino retroceso, cuando buscamos el
enfrentamiento vacío en lugar del diálogo. No hay avance, sino retroceso,
cuando nos damos la espalda, nos negamos a ceder o nos ignoramos. Así la mesa
eucarística se vacía de comensales y no usamos la boca para proclamar la
alabanza, sino que los labios se pierden en murmuraciones y nos arriesgamos a comer
y beber no el Cuerpo y la Sangre de Cristo, sino nuestra propia condenación
(cf. 1 Corintios 11, 27).
6. LOS HOMBROS
Entonces Jesús les dijo esta parábola. «¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las noventa
y nueve en el desierto, y va a buscar la que se perdió hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra,
la pone contento sobre sus hombros; y llegando a casa, convoca a los amigos y
vecinos, y les dice: "Alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que se
me había perdido." Os digo que, de igual modo, habrá
más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y
nueve justos que no tengan necesidad de conversión. (Lucas 15, 3-7)
Sobre sus hombros. En lugar tan honorable nos coloca Jesús cada
vez que decidimos mirar a sus ojos, abrir nuestros oídos a las palabras de su
boca y volver a Él. Pero ya nos está buscando. No se ha quedado quieto. Ha
mirado, ha hablado, nos ha escuchado… Su Cuerpo vigoroso y ardiente no ha
cedido al sueño ni al sopor. Se ha puesto en camino. Y ha reservado sus hombros
de Buen Pastor para cada uno de nosotros, ovejas perdidas a ratos y siempre
necesitados de conversión.
Nos espera, cayado en mano, zurrón en ristre, en el confesionario.
Corresponde dejarse coger, dejarse elevar, y atreverse a dar los primeros pasos
apoyados en sus hombros de misericordia, verde pradera que nos hace olvidar las
cañadas oscuras que hemos atravesado erróneamente en soledad. Sus hombros saben
mucho de amor y de perdón, son todo un tratado aprendido en la mañana del
primer Viernes Santo de la Historia. Castigados por la flagelación, el peso de
la cruz vino a reabrir sus heridas y a vencer su resistencia que ya escaseaba.
Cayó nuestro sostén, se sometió nuestra fuerza, besó el suelo el que al Cielo
nos lleva… y entonces, aparecieron otros hombros. Los de Simón el de Cirene,
que venía del campo, el padre de Alejandro y de Rufo y de cuantos desde
entonces han prestado sus hombros al caído, al humillado, al indefenso. Esta
fiesta del Corpus nos los asocia nítida y entrañablemente a la pobreza material
del poco de pan y el poco de vino en que Jesús ha querido permanecer entre
nosotros. Son sacramento de la caridad que todo cristiano está llamado a vivir
para transformar el mundo en un lugar más justo. Cáritas y otras instituciones
de la Iglesia nos invitan a prestar nuestros hombros a este servicio que
dignifica al hombre.
7. LAS MANOS
El Cuerpo de Jesús es sostenido por los dedos de sus manos.
Sus santas y venerables manos. Sus manos atravesadas por los clavos.
Sus manos que besamos con devoción. Sus manos que Él extiende hacia nosotros…
Tus manos, Señor, tus
manos santas,
llagadas por amor y
venerables,
manos que ungieron,
manos que sanaron,
manos que el agua
en vino trocaron,
y que la muerte en vida
transformar supieron,
manos que luz
de la oscuridad sacaron,
y que lo cerrado
abrieron,
y que lo estrecho
ensancharon,
llagadas por amor, y
venerables,
Señor, tus santas manos.
Las manos que en la cruz
clavaron
mientras perdón pedías
para los que clavaban.
Las manos que a la
columna asieron
mientras, Señor,
callabas,
y no te resistías,
como un manso Cordero.
Las manos, Señor, tus
santas manos,
aquella noche de
entregar destinos
a la causa del Amor
extremo:
tu mismo Cuerpo, en el
Pan, lo sostenían.
Las manos tuyas, por las
que vivimos,
caricia eterna para tus
amigos,
tus manos de oración
donde supimos
cómo rezar al Padre
bueno,
y en ellas vimos
que el Padre en Ti se
complacía.
Las manos tuyas, Señor,
toman las nuestras
y no sueltan su abrazo y
compromiso,
no pueden estar solas
en este sacrificio,
son todopoderosas
pero nos necesitan:
“Dadles vosotros de
comer”, suplican.
¿No hay cinco panes y
dos peces
que podamos tomar en
nuestras manos?
¿No hay manos
suficientes
para llenar los cestos?
¿No hay hermanos
hambrientos?
¿No hay enfermos
postrados?
¿No hay soldados
cansados
de disparar al viento
y herir de muerte el
sueño
de los que están en
frente
pudiendo estar al lado?
¿No hay manos que hagan
paces?
¿No hay manos sanadoras?
¿No hay manos
sembradoras
valientes y veraces?
¡Jesús, muestra tus
manos
santas y venerables!
Santifica las nuestras,
accidenta sus dedos,
mánchalas de barro y
sangre,
de sus anillos haz signo
de paso firme y sincero…
Jesús, yo beso tus manos
creíbles de carpintero
cuando sostienen tu
Cuerpo
ofrecido y entregado,
cuando levantan la Copa
por la que estamos
salvados,
cuando veo tus heridas
y así me siento curado:
llagadas por amor, y
venerables,
Señor, tus santas manos.
8. LAS RODILLAS
Ante el Misterio de Dios, de rodillas. Genuflexos. Las
rodillas en tierra. El cuerpo
abajado ante el Cuerpo, ante su parquedad, ante su redonda y blanca presencia,
ante el círculo pequeño y leve de la “Hostia
Pura, Hostia Santa, Hostia Inmaculada, seáis por siempre bendita y alabada”
con que las Esclavas del Santísimo despedían sus oraciones de comunidad en la
Capilla de la Vera Cruz. La vida de adoración y de contemplación de estas
religiosas, y de otras que ya han abandonado Salamanca o que lo irán haciendo
próximamente, nos permitía, nos permite aún en algunos casos, arrodillarnos con
más seguridad, con más devoción, con más conocimiento, con más frecuencia.
Nuestra Iglesia necesita arrodillarse y estas santas mujeres nos ayudaban, nos
ayudan. Aunque sean menos, o pocas, o distintas, no han desaparecido. Siguen
existiendo. Siguen contemplando y adorando. Siguen arrodillándose. Siguen
acompañando al Cristo de Getsemaní, el Jesús de las rodillas en tierra, el
Jesús modelo de oración confiada: “Hágase
tu voluntad”.
En el huerto de los olivos vemos el cáliz que no se aparta
de Jesús y sentimos dirigida a nosotros la misma pregunta con que interpeló a
Santiago y a Juan: “¿Seréis capaces de
beber el mismo cáliz que yo he de beber?”. Dormimos como ellos. Pero Jesús
no se cansa de alertarnos: “Velad y orad
para no caer en tentación”. ¿Podremos ser fieles una hora? ¿Podremos
permanecer despiertos para amar? En la Ronda del Corpus de nuestra ciudad,
desde hace ya más de cuatro años, una puerta abierta nos invita a regalarnos
esa hora de vigilia y de adoración, una hora sucedida por otra, y por otra, y
por otra, hasta completar las ciento sesenta y ocho de la semana.
La capilla de la adoración perpetua, acogida por las tan
eucarísticas hijas de Santa Clara en su monasterio del Corpus Christi, se
presenta como una inmejorable cadena de oración en la que bien pueden
comprometerse todas las comunidades parroquiales, movimientos apostólicos y
cofradías salmantinas, asumiendo quizá los veinticuatro turnos de una jornada,
o los siete semanales de un mismo tramo horario. Ponerse de rodillas en
presencia del Señor es una manera literal de trabajar la comunión en la
Iglesia, los testimonios plurales pero compartidos, los proyectos que nos
empujan a sumar y a abrir la puerta de nuestros templos, que están para ser
conocidos, y en ellos, lo primero y principal, el mismo Cristo. El Cristo que
se arrodilla sobre la esfera del mundo en otra casa franciscana, la del
convento de la Madre de Dios, e implora perdón para nuestros primeros padres y
para sus hijos, todos, hasta el último. El Cristo que se arrodilla ante sus
discípulos, y se sigue arrodillando, para lavarnos los pies.
9. LOS PIES
Sí, los pies. Nuestros pies enviados a ir y anunciar, porque
a eso se dedicaron los pies de Jesús. Los mismos piececitos dulces y delicados
que adoramos cuando es la Nochebuena y en el pesebre hallamos la ternura de un
recién nacido, como la encontraron los pastores, y los magos, y María y José
que fueron los primeros en adorarle. Los mismos pies que envolvió en perfumes
aquella mujer pecadora en la casa de Simón el fariseo, después de haber
derramado sus lágrimas sobre ellos, y haberlos secado con sus cabellos, y haberlos
besado. Y supo bien en qué gastaba su ofrenda y donde depositaba sus llantos y
sus besos (Lucas 7, 38). Los mismos pies desgastados que, puestos uno sobre
otro, atravesó el clavo de la crueldad, de la envidia, de la ignorancia, de la
traición. Los mismos pies que habían caminado y hecho camino, andariego y
peregrino como era el Señor, incluso sobre las aguas del Mar de Galilea (Mateo
14, 25).
“Un gentío muy numeroso
se acercó a él trayendo mudos, ciegos, cojos, mancos y personas con muchas
otras enfermedades. Los colocaron a los pies de Jesús y él los sanó” (Mateo
15, 30). A sus pies hay salvación. Ponerse a sus pies, fiarse de sus pies,
aferrarse a sus pies, besar sus pies despojados, nos sana, nos trae la Salud
del cuerpo y del alma, la Salud que en este lugar es invocada con nombre de
Madre.
Si a los pies de Jesús pusieron a enfermos de toda clase, es
el mismo Jesús el que se pone a los pies de los enfermos, al lado de sus camas,
y les toma la mano, y les unge los pies con el bálsamo de los cuidados, de la
compañía de sus familias, del esfuerzo, la ciencia y la humanidad de los
dedicados a la salud y a la vida, que esa y no otra es su dignidad y la
nuestra. Sería propio de ignorantes sucumbir a la idea de que la muerte pueda
ser adelantada al servicio de una libertad atenazada por la desesperanza, o de
un supuesto humanitarismo que resulta tan inhumano y materialista, tan
contrario a la esencia del acto médico.
En los pies de los enfermos, Jesús nos propone un devoto
besapiés de servicio entregado. Porque Jesús llega siempre a los que no pueden
venir a este altar pero quiere que le ayudemos a llegar. Los enfermos deben
sentirse lo que son aunque ausentes físicamente, parte de la asamblea reunida:
lo perciben a través de la televisión (¡qué injustos los que aspiran a
privarles de ello!) y se les concreta cuando el sacerdote o los ministros
encargados acuden a su domicilio o a la habitación del hospital, o a la
residencia, y en hermosa procesión de Corpus, de incógnito, les acercan el
sacramento de la Eucaristía. Cuando esa procesión sea la última, llevarán como
viático lo único que se necesita para el definitivo peregrinaje.
10. EL CORAZÓN
Levantemos
el corazón. Lo tenemos levantado hacia el Señor.
Recordar, es decir, volver a pasar por el corazón estas
palabras de la Misa, nos hace fijarnos en un órgano interno que, con razón, con
cordura, identificamos con la vida y todo lo que de ella brota. Sus latidos
mueven nuestra historia particular. Su continua actividad nos tiene aquí,
capaces de levantar el corazón y hacerlo hacia el Señor.
Hacia un corazón
que dices Sagrado,
que dentro de su Cuerpo late
fuerte,
y no cierra su manantial la
muerte
abierta en ese pecho alanceado.
Ha
entregado su alma y su costado,
ha cerrado los ojos para verte,
ha extendido las manos por
quererte,
pero, al fin, su Corazón, no se
ha parado.
No ha cesado su soplo de
esperanza,
ni su tierna cadencia de
humildad,
ni su manso bombeo cuando alcanza
para ti la más pura caridad.
Transformado en incruenta lanza
te lleva el corazón a la Verdad.
En Vos confiamos, Sagrado Corazón de Jesús. En el corazón
del que brotan sangre y agua en el Calvario, Eucaristía y Bautismo
entrelazados, enraizados, concordes y unánimes como nos quiere el Señor: un
solo corazón y una sola alma (Hechos 4, 32). El corazón manso y humilde de
Jesús (Mateo 11, 29) es modelo para enseñar al nuestro, tantas veces impulsivo
y desbordante para bien y para mal. De allí provienen los pecados (Mateo 15,
19) cuando hemos dejado que nuestro corazón se endurezca, como en Meribá, como
el día de Masá en el desierto. Hemos visto las obras del Señor, de su manso y
humilde Corazón. El de Cristo es un Corazón Eucarístico, abierto de una vez y
para siempre en el Gólgota, como nos muestra aquí la conmovedora imagen del
Cristo de la Paz, pero conmemorado en cada altar, en cada Santa Misa, hasta el
fin de los tiempos. Los sacerdotes cooperan a este derramarse continuo del
Corazón de Jesús, que pudiendo hacerlo todo quiere que manos humanas tengan
parte en su acto de amor. Porque al amor estamos llamados, a conformar nuestros
corazones con el Corazón Misericordioso de Jesús. Nuestro dolor lo siente
propio, nuestra debilidad la asume y la fortalece, nuestras capacidades
diferentes las escoge con predilección, nuestra pobreza la enriquece con la
suya, nuestros corazones que se paran los convierte en inagotables cuando los
trasplanta a la vida eterna. Es el suyo un Corazón Sacerdotal, en el sacerdocio
supremo y eterno que ejerce Jesús, y que con singular prodigio se manifestaba a
nuestro santo patrono, fray Juan de Sahagún, cuando celebraba el sacrificio de
la Misa: el Cuerpo de Cristo hecho Carne, para la vida del mundo. Nos
acercaremos mejor a este Misterio si contemplamos el Corazón Inmaculado de
María, que en este mismo lugar es honrado al recordar que la Madre es
intercesora de la Caridad y del Consuelo que el Hijo, Despojado de todo, nos
regala desde su Sagrado Corazón.
11. LA SANGRE
Y al fin, la Sangre de Cristo, asociada a su Cuerpo.
Inseparables. Su Carne es verdadera
comida y su Sangre es verdadera bebida. Su Sangre que sella la nueva alianza
entre Dios y los hombres. Somos una parte en ese pacto. Un pacto que hay que
cumplir y que tuvo firma costosa, valiosa, preciosa: la Sangre de Jesús.
Sangre conforme a la ley, al ser circuncidado, y sangre que
la da plenitud. La sangre que el vértigo de la Pasión asomó en el sudor de la
noche de soledad en Getsemaní, la sangre que provocaron los latigazos de la
flagelación, la sangre de los golpes y de las espinas que coronaron su cabeza,
la sangre de las caídas y del peso de la cruz, la sangre al ser atravesados
manos y pies por los clavos de la crucifixión, la sangre de la lanzada…
La multitud, ebria de ignorancia y de venganza, pidió muerte
y que cayera la sangre de un justo sobre ellos y sobre sus hijos. Pero la
sangre de Jesús que cae sobre nosotros es manantial,
río, lago, catarata, mar y océano de misericordia, como rezan las letanías
a la Preciosa Sangre ordenadas por el Papa San Juan XXIII. Digna de toda gloria y honor, es la victoria sobre el demonio y la esperanza
del pecador.
Proclamada fuerza de
los mártires, a lo largo de los siglos, a la sangre de Cristo se han
asociado la de miles y miles de hermanos que han entregado su vida por
fidelidad a la fe y a Jesús, como San Sebastián, glorioso protector de esta
comunidad. En muchos casos, la celebración de la Eucaristía y el culto al
Santísimo Sacramento han sido motivo de persecución. Los mártires de Abitene no
podían vivir sin el domingo y así dieron testimonio de su fe al comienzo del
siglo IV, víctimas de la persecución de Diocleciano. Como el joven Tarsicio,
custodio fiel de la Sagrada Eucaristía, patrono y modelo de los monaguillos.
Pero no es necesario remontarse mucho tiempo atrás para reconocer la sangre de
los mártires cerca del altar. Pensemos en el obispo Óscar Romero, beato y próximamente santo, asesinado en 1980
en El Salvador cuando presidía la Eucaristía, al igual que el padre Jacques
Hammel hace menos de dos años. Pensemos en los hermanos que este mismo mes de
mayo, el día 13, acudían a la Misa dominical en la parroquia de la Inmaculada
en Surabaya (Indonesia), masacrados por su fidelidad a la convocatoria
eucarística. Bienaventurados ellos por haber sido invitados a las bodas del
Cordero (cf. Apocalipsis 19, 9).
12. CUERPOS GLORIOSOS Y
RESUCITADOS
El Cuerpo de Cristo, mente humana y divina, ojos que abren
los nuestros, oídos que nos enseñan a escuchar, boca que nos alimenta con su
Palabra, hombros que nos sostienen, manos que nos acarician, rodillas que se
vencen por nosotros, pies que nos llevan, corazón que nos vivifica, Cristo de
la Sangre que nos cura las heridas, es ya Cuerpo Glorioso y Resucitado.
Así se mostró a las mujeres, a los caminantes hacia Emaús, a
los apóstoles con los que comió, y a Tomás, al que enseñó el hueco de las manos
y del costado: “Señor mío y Dios mío,
Glorioso y Resucitado”.
Siendo Cuerpo, siendo Carne, es presencia real y resucitada,
como ha querido quedarse entre nosotros para siempre. Hacer memoria de Jesús es
hacerlo presente, palpable, comible, adorable. La solemnidad de Corpus Christi
nos ayuda a ello, y nos invita a exaltar la humanidad y la corporalidad
gloriosa de Jesús. Los sentidos llegan hasta un punto, ayudados por la Palabra
de Dios, por el perfume del incienso y las hierbas aromáticas, por la imagen y
el color de los altares, por la belleza de la música, y el resto lo suple la
fe. El don que nos permite afirmar que Dios está aquí, que Dios nos ama y nos
salva, que Dios mismo viene en el Altar y va a salir en procesión por las
calles de Salamanca. Este día tiene su eco en las fiestas sacramentales de las
parroquias, en las de algunas cofradías como la Vera Cruz, o en las de comunidades
religiosas como los dominicos de San Esteban, e incluso en la de la Universidad,
que justamente ahora cumple cuatro siglos, cuando son ocho los que celebra el
Estudio nacido en el seno de nuestra Catedral. A lo largo del año, las minervas
organizadas mensualmente por las cofradías del Santísimo nos ayudan a mantener
vivo el pulso de la devoción eucarística en su expresión procesional.
El día del Corpus es una jornada grande para la Iglesia, que
en cada diócesis adopta un rostro particular, enriquecido por la diversidad de
carismas y la rica pluralidad de la comunidad cristiana, que es una sola
reunida en torno al banquete de su Señor. ¿No sería hermoso que nadie faltara a
esta procesión? Ningún sacerdote de los que lo traen al Altar, ningún
consagrado que vive los consejos de su evangelio, ningún laico que da
testimonio de Él en medio del mundo. Las cruces parroquiales acompañando a la
catedralicia. Los pilares devocionales de nuestra Iglesia diocesana: el Cristo
de las Batallas, Santa María de la Vega, San Juan de Sahagún, Santa Teresa de
Jesús. Las cofradías. Los movimientos. Los seminarios. El cabildo en pleno de
nuestra Iglesia Catedral con sus insignias basilicales. El palio. Las escuelas
católicas. Las familias. Muy especialmente, los niños y niñas que acaban de
recibir por primera vez la Eucaristía, ojalá siempre fuera antes de esta fiesta
del Corpus... Todos con nuestro Obispo, el pastor que marcha descubierto siguiendo
los pasos del que merece todo honor y toda gloria. Es el día grande, el día en
que el Señor sale y bendice, el día de la comunión con su Cuerpo y su Sangre, la
fiesta y procesión del Corpus a la que todos quedamos emplazados…
Tres jueves, dicen, que en el año había
más relucientes que el astro primero
y uno de ellos, con brillos de lucero,
era el Jueves de Dios Eucaristía.
Domingo ahora, ¿acaso importa el día
para alfombrar las losas de romero
al paso del ardiente panadero
amasado en el Pan de la Alegría?
Porque siempre es momento de adorarle
extendiendo a sus pies las bellas flores
que brotan en el alma al contemplarle,
de, en sencilla oración, rendir honores
sabiendo con certeza que, al cantarle,
cantamos al Amor de los amores.
más relucientes que el astro primero
y uno de ellos, con brillos de lucero,
era el Jueves de Dios Eucaristía.
Domingo ahora, ¿acaso importa el día
para alfombrar las losas de romero
al paso del ardiente panadero
amasado en el Pan de la Alegría?
Porque siempre es momento de adorarle
extendiendo a sus pies las bellas flores
que brotan en el alma al contemplarle,
de, en sencilla oración, rendir honores
sabiendo con certeza que, al cantarle,
cantamos al Amor de los amores.
¡Alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar!
Tomás
González Blázquez,
cofrade de la Vera Cruz
Escrito entre Salamanca
y Alcañices,
del 11 al 17 de mayo de
2018